Veo con frecuencia la impotencia de la gente con dolor, que pasa por el segundo calvario de percibir que su dolor es negado, demeritado o poco comprendido.
Desde la soberbia médica, se lleva la complejidad del dolor de la persona a la estrechez de ciertos modelos teóricos; en lugar de, con humildad, reconocer lo poco que sabemos y la limitación de nuestra mirada, para entonces intentar ajustar nuestros modelos a lo que nos presenta la experiencia.
Cuanto más siendo que todo dolor percibido por la persona es real, incuestionable y válido, en sí mismo.
“El dolor no es un hecho meramente fisiológico, sino sobre todo existencial. No es sólo el cuerpo el que sufre, sino el individuo entero” (Le Breton, D.; 1999)
¿Qué es lo que esto conlleva? Que no hay manera de entender nuestro dolor mediante medidas meramente biológicas. Que el dolor no es solamente una experiencia sensorial. Que no hay una escala que pueda medir o representar con exactitud, la complejidad de esa experiencia interior.
Nuestro dolor siempre implica la forma en que percibimos, y en ella está imbuida la totalidad de quienes somos, con nuestra historia y contexto, y nuestra manera de relacionarnos con el mundo.
Aunque la industria que se favorece de ello promueva ver el dolor sólo como un síntoma que se puede desaparecer con rapidez, facilidad y sin esfuerzo, sabemos que la problemática es mucho más compleja que eso.
Incluso, en ocasiones, el dolor llega a jugar un papel fundamental en nuestras vidas. El dolor puede llevarnos hacia esa dimensión existencial, donde nos enfrentamos al imperativo de revisarnos. Topándonos con nuestros propios límites, surge la necesidad de ver más allá, replanteándonos decisiones y aspectos de toda nuestra existencia.
¡El dolor es algo tan humano y complejo!
Recordemos que “ni el hombre es una máquina, ni el dolor un mecanismo” (Le Breton; D.; 1990). Mientras pasemos esto por alto, el dolor será un fenómeno poco comprendido y con una atención insuficiente, que no alcanza a cubrir lo que implica en nuestra condición humana.